Cantinera Chilena
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La Cantinera Chilena, mujeres heroicas
En Chile, cantinera fue el nombre que recibió aquella mujer que acompañó al ejército de ese país en campaña durante el siglo XIX en calidad de enfermera «autorizada oficialmente por el gobierno chileno para marchar junto a un regimiento», llevando a cabo labores domésticas, humanitarias y sanitarias. Pese a que hubo cientos de voluntarias que estuvieron dispuestas a ir al frente junto con sus esposos, hijos o amantes, la cantinera debía ser generalmente soltera, de «moralidad reconocida» y «probadas buenas costumbres», por lo que su imagen buscó alejarse del arquetipo de la «rabona» o la «prostituta» de los ejércitos latinoamericanos del siglo XIX, al menos en el ideario colectivo.
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El término «cantinera» proviene de la voz «cantina», que en jerga militar de la época implicaba «desde una pequeña tienda de comestibles, hasta brindar al soldado convaleciente una alimentación especial o prestar ayuda en los más diversos problemas que el soldado enfrentaba.
Batalla de Yungay
Su nacimiento y origen de la cantinera se remonta a la segunda mitad de los años 1830. En la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, destacó el nombre de Candelaria Pérez, quien se enroló en el Batallón Carampangue y llegó incluso a obtener el grado militar de sargento por su "espíritu y valentía" en el asalto al cerro Pan de Azúcar durante la Batalla de Yungay, ocurrida el 20 de enero de 1839:
Nota: Se ha conservado cuidadosamente la ortografía original, con sus contradicciones y frecuentes errores de léxico, redacción y tipografía.
El episodio más notable de la batalla fue el asalto de una formidable posición enemiga, situada en la cumbre de un cerro que por su forma se llama Pan de Azúcar
[...] En el asalto de Pan de Azúcar se distinguió entre los soldados más valientes una mujer llamada Candelaria Pérez, que hizo toda la campaña del Perú peleando atrevidamente en las batallas, soportando con alegría las privaciones y sirviendo con abnegación a los heridos i los enfermos. En recompensa de sus servicios y su valor, el Jeneral Búlnes le dio el grado de Sarjento y desde entonces fué conocida en Chile con el nombre de la Sarjento Candelaria.
En la guerra del Pacífico
Fue en la Guerra del Pacífico donde se produjo el mayor número de cantineras. La mayoría de ellas provenía de los estratos medio-bajo y bajo y de los centros urbanos, como Santiago y Valparaíso. El 1 de agosto de 1879, el capitán Rafael Poblete consintió admitirlas, puesto que auxiliaban «como vivanderas [...], prestando al mismo tiempo sus servicios en la enfermería [, decretándose] que cada regimiento podría ser acompañado de dos cantineras». Sin embargo, cada compañía tenía de una a cuatro cantineras que suplían lo que actualmente serían los distintos aspectos de la logística.
Las mujeres en la Guerra del Pacífico
Dentro de la historiografía chilena de la Guerra del Pacífico en la que destaca la obra de Gonzalo Bulnes, el papel desempeñado por la mujer es ignorado y por ello el objetivo de este trabajo es lograr conocer y demostrar cuál fue el rol de la mujer en la contienda.
Luego de una larga investigación, creo que es posible sostener la hipótesis de que a diferencia de lo que suele pensarse, la mujer chilena participó activamente en la Guerra del Pacífico y tuvo un rol importante como compañera, esposa, enfermera y dispensadora de beneficencia, aparte de haber tomado las armas en casos puntuales.
Hubo tres grupos o condiciones entre las mujeres que se destacaron durante la contienda. Primero están las más conocidas, las cantineras, aquellas mujeres que recién comenzada la movilización corrieron a alistarse en los regimientos impulsadas por su patriotismo como por el deseo de ayudar a las víctimas de las batallas. Estas mujeres vestían el mismo uniforme que los soldados de su batallón, ayudaban durante los combates repartiendo agua y municiones, socorriendo y aliviando a los heridos e incluso empuñando el fusil y luchando en caso de necesidad. Las cantineras muchas veces fueron verdaderas madres de los soldados, como protectoras, enfermeras y confidentes. Ellas han registrado sus nombres en la historia, nadie puede olvidar a Irene Morales que, viuda dos veces, residiendo en Antofagasta al momento que fue recuperada por Chile en febrero de 1879, siguió al Ejército chileno en todas las campañas.
El segundo estaba compuesto por aquellos miles de mujeres que permanecieron en sus hogares y cumplieron una labor, en la mayoría de los casos anónima, pero no por ello menos significativa. Ellas cooperaron, en la medida de sus posibilidades, en la confección de uniformes, ropa interior, pañuelos; otras fabricaron sábanas, vendajes, apósitos e implementos hospitalarios; fueron muchas las mujeres que bordaron banderas, estandartes y gallardetes; otras las que engalanaron las calles con arcos de triunfo y flores para el paso de los soldados que regresaban victoriosos, y todas en conjunto oraron por el triunfo de las fuerzas chilenas.
Sin embargo hubo dos rubros o actividades donde el papel de la mujer de la ciudad tuvo un significado especial. Uno de ellos el trabajo hospitalario y el segundo, la labor desplegada en la ayuda a los desamparados de la guerra. En el primero, la dedicación principalmente fue hacer hilas y otras vituallas para los heridos y ayudar a los que regresaban al país y debían permanecer en los hospitales en un momento en que la cantidad de nosocomios no eran suficientes para atender a tantos enfermos. El segundo rubro se refiere a las varias sociedades de beneficencia que tan eficientemente cooperaron auxiliando a las viudas y huérfanos que dejó la guerra (…).
El embarque hacia Antofagasta
En los siglos anteriores, cuando los ejércitos no contaban con la logística, intendencia y demás servicios actuales, fue costumbre que las mujeres los siguieran cuando se encontraban en campañas militares. Esto se vio en todas partes del mundo y ejemplo de ello lo tenemos en las rabonas de los ejércitos peruano y boliviano, en Flandes, México, Argentina o Colombia.
El Ejército expedicionario chileno no fue una excepción respecto a esto, siendo común que las mujeres siguieran a los soldados hacia Antofagasta desde los comienzos de la Guerra del Pacífico. Efectivamente, las mujeres empezaron a llegar a Valparaíso desde distintos puntos del país para embarcarse hacia el Norte. Un ejemplo de ello fue el Batallón 3° de Línea, el que partió en tren desde Angol hacia Valparaíso deteniéndose en su trayecto en Talca y en Rancagua. Frente a esto, los corresponsales del diario El Ferrocarril comunicaron a Santiago: “Talca, 13 de febrero de 1879. Desde las primeras horas de la mañana una gran concurrencia invadía toda la estación ansiosa de presenciar el embarque de las 3 compañías del 3º de Línea que iban a Valparaíso. Esa fuerza compuesta de 11 oficiales, 280 hombres de tropa y como 100 mujeres, ocupaba un tren especial”.
El corresponsal en Talca, describía la partida de los que iban a Santiago a enrolarse en el Regimiento de Artillería de Línea de la capital: “Durante el tiempo que duró la despedida, fuimos testigos de escenas bastante tristes y conmovedoras que desgarraban el corazón: en una parte padres despidiéndose de sus hijos, hermanas de sus hermanos, esposas de sus esposos, etc. También iban 2 carros completamente llenos de mujeres en número como de 200”.
En Concepción se formó un batallón para ir a la guerra y se aseveraba que por ello “la ciudad ha perdido de 800 a 900 habitantes, porque mujeres fueron muchas a compartir con el soldado los azares de la campaña”.
El embarque del Batallón 2° de Línea, enviado a Antofagasta, suscitó tal interés que El Mercurio le dedicó dos artículos diferentes el mismo día. Uno de ellos relató cómo fue el despacho de las tropas propiamente tal, presidido por el ministro de Guerra y el comandante general de Armas, y que el embarco se efectuó en tres lanchas y un lanchón hasta llegar a bordo del “Rímac”. “El vapor ‘Rímac' salió más tarde con la tropa y las mujeres de los soldados. Las rabonas, o sea las camaradas, como los militares llaman a sus mujeres, fueron embarcadas una hora antes que la tropa. Dos lanchas salieron cargadas con 100 mujeres, pero creemos que con más chiquillos que mujeres”.
En el otro artículo se testimoniaron las peripecias que tuvieron que hacer las mujeres para acomodarse en el “Rímac”:
“Las mujeres de la tropa fueron alojadas en el piso superior del vapor, en cubierta, bajo una gran carpa. Tuvimos la curiosidad de visitar ese alojamiento; una visita de esta naturaleza y a tal local no carece de curiosidad. Por de pronto, la primera impresión de tal museo ambulante es de una novedad encantadora. Ahí estaban 80 y tantas mujeres, revueltas con tortillas, barrilitos, tremendas pañoladas de humitas, arrollados y otras municiones de guerra; todo esto amenizado con chiquillos que gritan, párvulos que riñen y muchachos que devoran. ¿Van ustedes contentas? les preguntamos a estas Cornelias a la rústica, ¡pues noria! (sic) nos respondió una amazona de rompe y rasga, nosotras somos soldados y a la guerra vamos. Y ustedes agregó una (in)oportuna interruptora, ustedes que no vienen más que a curiosear, ¿por qué no nos dejan un vientecito? Pero chica, ¿qué papel haría un pobre 2º entre doscientas interesadas? Sabemos que se habían puesto en lista los nombres de 120 camaradas; pero como a última hora se les dijera que sus compañeros podrían dejarles mesada, algunas desistieron del viaje, y solo partieron una 80 y tantas”.
Días después, el corresponsal de El Mercurio informaba sobre la partida de otro barco hacia el Norte: “El contingente que llevará hoy el ‘Limarí' a Antofagasta en derechura, se compone como de 500 hombres y 100 mujeres, además de 120 caballos de los Cazadores que salieron en el Santa Lucía. El jueves estará el ‘Limarí' en Antofagasta”.
Pero no a todas las mujeres les agradaba partir a la guerra. Los Tiempos, en un número de marzo de 1880, informa:
“en la subdelegación de Santa Bárbara se ha ahorcado una infeliz mujer. Dicen que el motivo de este suicidio ha sido el rumor que propaló un individuo de que todas las mujeres que vivían en relaciones ilícitas iban a ser enviadas a la guerra para fabricar pan para el Ejército”.
Para tratar de detener la gran afluencia de mujeres a Valparaíso, que llegaban por ferrocarril procedentes de distintos puntos del país, el gobierno tomó medidas. Hasta entonces se otorgaba pasajes gratis en los trenes a los soldados y sus mujeres desde el lugar que provenían hasta la ciudad donde se instruían como reservas del Ejército. Esto llevó a que se abusase impunemente de estos medios de transporte, por lo que se ordenó:
“que en adelante los jefes de los cuerpos existentes en esta capital pasen a esta comandancia general una lista de las mujeres de los individuos de tropa de los suyos que se hallen en el caso de obtener pasaje libre para volver a sus casas. A las mujeres que pertenezcan a los contingentes de tropas que se envíen a Valparaíso con objeto de embarcarse al litoral del Norte no se les dará pasajes para aquel puerto, a no ser que tengan allí su domicilio. El señor ministro de Guerra, teniendo presente esto último y consultando el bienestar de las pobres mujeres, que de puntos y lugares apartados, vienen siguiendo a sus deudos (o no deudos) de quien muy bien pueden despedirse en sus hogares, ha expedido con fecha 14 del corriente la siguiente orden que se ha circulado para todas las provincias”.
Decreto del 14 de junio de 1879
No obstante, poco tiempo después se empezó a notar cierta incomodidad entre las autoridades por el alto número de mujeres instaladas en Antofagasta. La primera reacción procedió del capellán Ruperto Marchant Pereira, quien, en marzo de 1879, escribía: “Florencio se está portando como un héroe: ayer emprendió una verdadera cruzada en los cuarteles, perorando a la tropa a fin de que concurrieran a la misión. A indicación suya se ha mandado echar fuera a todas las mujeres que estaban allí revueltas con los soldados y se ha prohibido bajo prisión el bañarse desnudo, lo que era aquí moneda corriente a pesar de hallarse en el mismo punto, y a descubierto el baño de hombres y mujeres”.
Se empezó a advertir entonces a las mujeres los inconvenientes de acompañar a sus hombres. El corresponsal de El Ferrocarril hacía ver la necesidad de que el gobierno tomara medidas para evitar que las mujeres fueran al Norte: “De Caldera a las 4 PM. Sírvase comunicar por telégrafo al gobierno que con la tropa no vengan mujeres. Se aumenta el consumo y tienen mucho que sufrir”.
Unos días después, un periodista relataba:
“Las pobres camaradas cantineras han quedado en este puerto abandonadas y llorando como Magdalena. Ningún soldado ha llevado la suya o las suyas y cuanto han podido dejarles algunas escasas asignaciones mensuales para que no se mueran de hambre en esta desolada costa. Por eso las pobres se lamentaban y quejaban a sus jefes. ‘Que mi capitán' arriba, que ‘mi teniente' abajo, pero no ha habido escapatoria. Todas han tenido que quedarse aquí y bueno será que esta lección sirva de escarmiento a las infelices que por seguir a sus maridos o a sus dragoneantes no hacen caso de las advertencias y de las prohibiciones y se vienen de guerra en los vapores”.
Más tarde, en junio del mismo año, el general en jefe del Ejército del Norte fue notificado por el ministro de Guerra y Marina, Basilio Urrutia, sobre la propagación de enfermedades venéreas en el Ejército y la necesidad de solucionar este problema a la brevedad posible. Por ello establecía la urgente necesidad de que las mujeres de cada batallón fueran examinadas por los médicos para evitar la propagación de estas enfermedades:
“El presidente de la Comisión Sanitaria del Ejército en Campaña me dice lo que sigue: Tiene conocimiento esta Comisión de que las enfermedades venéreas se han propagado en el Ejército del Norte de una manera lamentable y cree de absoluta necesidad para contener su desarrollo progresivo y los males consiguientes, que Ud. se sirva ordenar al Cuerpo Sanitario que allí reside o a quien corresponda, que semanalmente examinen a las mujeres del batallón para averiguar si se encuentran infectadas y ordenar su retención y aislamiento hasta que no se encuentren curadas. Algunas otras medidas de localidad tal vez podrían tomarse sobre este mismo asunto, como ser la de transportar a las mujeres que, según indicaciones, hayan transmitido con más frecuencia las enfermedades venéreas. Para ello serían del resorte de las autoridades locales, a las cuales sería conveniente indicarles que tomen algunas medidas a fin de evitar las desastrosas consecuencias de la propagación de estas enfermedades en el Ejército. Lo transcribo a Ud. para su conocimiento, juzgando, por mi parte, de suma importancia se hagan observar las disposiciones de la ordenanza del Ejército en esta materia, para que no se hagan enganches de personas enfermas, ni se embarquen tropas para el Norte sin previo reconocimiento de su estado sanitario. Cualquier principio de enfermedad venérea tiene, por necesidad, que tomar un desarrollo considerable con el temperamento del Norte, y, según todos los informes que tengo, ese mal ha sido inoculado desde aquí. Me permito pues recomendar a Ud. el que se tomen desde luego todas las medidas preventivas que aconseja la prudencia para evitar el desarrollo de un mal que puede tomar proporciones considerables”.
Primera prohibición por parte del gobierno
14 de junio de 1879: Este día, en respuesta a esta notificación, se publicó oficialmente la primera prohibición por parte del gobierno para que no fuesen mujeres acompañando al Ejército:
“El buen servicio público exige que al emprender su marcha los contingentes de tropa de las provincias y departamentos de la República, con destino al Ejército Expedicionario del Norte, no sean acompañados por mujeres, porque, además del mayor gasto que estas originan en los transportes, entorpecen los movimientos de la tropa y la rápida ejecución de las órdenes superiores. Dios guarde a Ud. Basilio Urrutia. Circulado por el ministro de Guerra a las comandancias generales de Armas de la República”.
Los problemas de que fueran las mujeres tras el Ejército también fueron notados por los extranjeros. Tal es el caso del marino norteamericano Theodorus Mason, quien hablando sobre la organización del Ejército chileno, manifestó que: “en momentos de paz, los soldados vivían de su paga, estando la comida y el lavado de la ropa a cargo de sus propias mujeres, que siempre acompañaban a la tropa, hasta que los inconvenientes de este sistema se hicieron evidentes en Antofagasta y determinaron la organización de un comisariato regular”.
Establecimiento de normas
Investigando las posibles causas de los problemas sanitarios que afectaban a los soldados en campaña, se llegó a la conclusión que el gobierno preocupado de reunir y organizar sus unidades no prestó mayor atención al estado sanitario del personal, el cual “no contó con examen médico alguno, llegando al Norte individuos aquejados de toda clase de enfermedades y achaques, cuyos males pronto encontraron campo propicio en aquel duro clima”.
30 de junio de 1879: El gobierno, a instancias reiteradas del general en jefe, hizo presente: “que los jefes de los cuerpos de Reserva y demás que se organicen y ordenen el examen de los individuos y alisten solo a los robustos y de buena salud”. Era necesario que los soldados enganchados y enviados al Norte estuviesen completamente sanos porque, por una parte, el clima favorecía el recrudecimiento de las enfermedades sociales en algunos individuos, y por otra, existía una gran “falta de atención médica durante el período de operaciones” y, finalmente, también por el hecho de que hubiese tantas mujeres acompañando a soldados sin haberse previamente sometido a algún tipo de examen médico.
Se vio entonces la necesidad de que los médicos del Ejército tuvieran un exacto conocimiento de “las afecciones herpéticas, fiebres eruptivas, afecciones tifoideas, fiebres sinocales, afecciones sifilíticas y venéreas, neumonías y afecciones orgánicas del corazón”, porque eran muy frecuentes entre los individuos de tropa.
Las principales dolencias que se desarrollaban entre los soldados en el Norte eran las tercianas, catarro bronquial, reumatismo, fiebre tifoidea, disentería y paperas, siendo las enfermedades venéreas las que cobraban más víctimas.
Los primeros controles sanitarios se practicaron después de la batalla de Tacna cuando la Comandancia General de Armas dictó órdenes “de medidas preventivas como ser la prohibición de venta de licores, el cierre de despachos, cafés y prostíbulos a cierta hora”.
Por otra parte se empezó entonces a examinar a las mujeres que estaban en los campamentos militares. El médico Guillermo Castro informó que él, en Tacna, otorgó “certificado de sanidad a dos mujeres”. Lucio Venegas en su obra “Sancho en la guerra” relata: "En Pisco se presentó “el jefe a Sancho” y le ordenó “que reuniera las rameras del campamento... una vez juntas, como un mansísimo rebaño, el pastor-teniente debía conducirlas a una ambulancia para que las examinara un galeno entendido”.[1]
Ante todos estos problemas de salud las autoridades procedieron entonces con severas medidas “y merced al celo desplegado, el estado sanitario cambió rápidamente, a tal punto que las salas especiales del hospital quedaron poco a poco desiertas”.
Desnudez, violación, vejámenes, asesinato y posterior decapitación y descuartizamiento de tres Cantineras chilenas y niños, por cobardes peruanos e indios
'General Del Canto, jefe de la expedición a la sierra en 1882, escribe en sus memorias, el desastre de La Concepción
Curiosamente el General Estanislao del Canto Arteaga, jefe de la expedición a la sierra en 1882, en páginas 243-247 de sus memorias, relata el desastre de La Concepción, lugar donde llegó recién sucedidos los hechos y no menciona para nada que se encontrara con cadáveres de mujeres. Sí pide de inmediato represalias y ordena ejecutar a todo hombre que se encuentre en ese lugar entre los 16 y los 50 años dejando bien en claro que la pena no se aplica a mujeres, niños ni ancianos. [2]
Transcribimos a continuación los relatos más divulgados del Combate de La Concepción:
"El Combate de Concepción". El Ferrocarril, Santiago, 28 de julio de 1882:
"La cuarta compañía del Batallón Chacabuco nos fue a relevar el 9 del presente, y el día 10 nos vinimos a esta. El mismo día 10, atacaron a Concepción 2.000 indios, entre los cuales había como 300 armados de rifles y los demás de lanza. El combate principió a las 5 de la tarde del día 10 y concluyó el 11 a las 9 de la mañana (sic), hora en que quemaron el último cartucho. Todos quedaron en el campo, desde el capitán hasta el corneta. Las bajas son las siguientes: oficiales: Ignacio Carrera Pinto (quien acababa de recibir sus despachos de capitán); teniente, Arturo Pérez Canto; subtenientes, Julio Montt y Luis Cruz y 70 soldados, que era el personal de la compañía. Ultimaron también a cinco mujeres que acompañaban a la tropa (sic); entre ellas había una recién desembarazada y con mellizos. Los asaltantes se enfurecieron contra estas infelices, sin perdonar a los dos pobres niñitos, a quienes lancearon, juntamente con la madre y sus compañeras de guarnición".
"Después de La Concepción las tres cantineras mujeres chilenas fueron arrastradas hasta la plaza. Allí se las desnudó y se las vejó. Luego murieron masacradas por las lanzas y las armas peruanas. El muchachito de 5 años y la criatura de solo algunas horas de existencia también fueron muertos"[3]
Candelaria Peréz considerada la primera mujer de las FF.AA. de Chile
- Léase articulo: Sargento Cantinera Candelaria Pérez
Sargento Cantinera Candelaria Pérez, Mujer militar chilena héroe en la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana 1836-1839. Participó después en el combate de cerro Pan de Azúcar, en la Batalla de Yungay, el 20 de enero de 1839, en donde obtuvo el grado de Sargento, por el valor demostrado.
Josefa del Carmen Herrera
En 1879 Josefa del Carmen Herrera, se enlista voluntariamente en el Ejército de Chile, pasando a pertenecer al 4.º de Línea. Lo increíble de su historia, es que se enlista haciéndose pasar por hombre, con el nombre de José del Carmen Herrera, ya que no se aceptaban mujeres. Ese mismo día su amiga, María Rojas Moya también se enlistó, haciéndose pasar por hombre como Pedro María Rojas. Al parecer nuestras valientes, se habían puesto de acuerdo y así lo hicieron, pasando a formar parte de los valientes chilenos de la Guerra del Pacífico.
Ambas demostraron ser temibles soldados en batalla, participando en las acciones de Pisagua, San Francisco, Tacna, Arica, Chorrillos y Miraflores, por supuesto que con uniforme de soldado y no femenino.
Susana Montenegro
Susana Montenegro, cantinera del Regimiento 2º de linea, se mantuvo dentro de las instalaciones de la enfermería protegiendo a los soldados heridos chilenos. Cuando el fuego consumió hizo arder todo, salio con rifle en mano a luchar, pero fue capturada por los perros perianos, y violada reiteradas veces por los cobardes cholos perruanos y finalmente la asesinaron sentándola sobre un sable, al estilo de un empalamiento,los Cobardes peruanos le atravesaron un SABLE desde la vagina hacia el pecho.
Irene Morales
Irene Morales nació en La Chimba, Santiago, y se reclutó disfrazada de hombre. Al ser descubierta, fue asignada como cantinera. Llegó incluso a usar el fusil en las batallas, como en la toma de Pisagua, en Dolores, donde su desempeño fue reconocido por el general Manuel Baquedano; en Tacna, Arica, Chorrillos y Miraflores.
NN
N N y N N: En el Combate de La Concepción, en la que se batió el Regimiento 6° de Línea "Chacabuco", «fueron muertas también dos mujeres de los soldados, de tanto coraje, que en lo más recio del combate, animaban a los suyos en alta voz que continuasen peleando».
Adelina Quiroga
La Cantinera Adelina Quiroga, fue una de las pocas que se fotografiaron.
Manuela Peña
Mientras ella era cantinera, su hijo Nicolás Rojas, de 14 años, era tambor.
Matea Silva de Gutiérrez
Matea Silva (☆ 1844-†28 de abril de 1928), se desempeño como Enfermera en la ambulancia del Regimiento Atacama, durante la Guerra del Pacífico, cuando tenía 35 años. Casada con el soldado nacido en Copiapó, Manuel Gutiérrez, de la Primera Compañía del Primer Batallón de Atacama. El amor por su marido la hizo acompañarlo al frente de batalla. Lucho a la par con sus "niños" como les decía a los soldados chilenos, contra los peruanos. Falleció el 28 de abril de 1928, a los 84 años de edad y sus restos descansan en el Mausoleo de los Veteranos del 79´en Antofagasta.
Carmen Vilches
Cantinera del Batallón de Mineros de Atacama. A quien debemos recordar como protagonista en una de las hazañas más grandes en la guerra del pacífico: La toma del cerro Los Ángeles.
Fue ahí donde la soldado-cantinera de atacama tuvo una heroica participación, en la toma del inexpugnable “Fuerte Los Ángeles” las tropas peruanas-bolivianas nunca imaginaron que un puñado de soldados mineros sería capaz de subir el inmenso cerro y derrotarlos. Entre esos bravos marchaba Carmen Vilches, que en una lanza clavo sus bombachas coloradas y trepo, ella delante de los hombres disminuidos por la batalla …en la oscuridad en silencio …al mando de Rafael Torreblanca…. Una de las batallas más grandes de la guerra se ganó, y no fue una bandera lo que se clavó en la cima de tan inexpugnable fuerte, sino que el pantalón rojo de la cantinera de atacama, que impulso a la victoria a sus compañeros Atacameños.
"Carmen fue cantinera del Batallón Atacama, y al igual que Filomena Valenzuela tuvo una destacada participación en el combate de Los Ángeles, ascendiendo hasta la cima "sin demostrar cansancio ni vacilación". En el parte oficial del combate, el comandante del Atacama, Juan Martínez, informó al General Baquedano:
"Creo un deber de mi parte, hacer presente a Ud. que los méritos contraídos por la cantinera Carmen Vilches, durante la penosa jornada del Hospicio al Valle, dando agua y atendiendo a los que caían rendidos por la fatiga, como igualmente peleando en el asalto de la cuesta de Los Angeles con su rifle e infundiendo ánimo a la tropa con su presencia y singular arrojo, obligan nuestra gratitud y la hacen acreedora a un premio especial".
Gonzalo Bulnes, aunque pocas veces menciona mujeres en su obra, con Carmen Vilches hace una excepción al señalar que entre los primeros que llegaron a la cumbre del picacho en el combate de Los Ángeles deben destacarse "... el jefe del cuerpo, Martínez; Torreblanca y una heroica mujer, llamada Carmen Vilches, cantinera del cuerpo, que subió asistiendo con su caramañola con aguardiente a los más fatigados".
En la lista de heridos del Batallón Atacama en Los Angeles, figuró la cantinera Vilches con una contusión en la mano izquierda , siendo "ejemplo de gran valor, trepando con los atácameños la empinada cuchilla y haciendo fuego sobre el enemigo con su rifle, como cualquier otro soldado". Su hazaña no pasó inadvertida por la opinión pública; prueba de ello es la carta que se publicó en el diario El Constituyente, donde se insinuaba que se le tributara un homenaje porque "ayudó a detener a los peruleros"."[4][5]
Juana Alcaíno Ibarra
Juana Alcaíno Ibarra del Batallón Victoria en San Bernardo,1880. Cantinera, añadida al Regimiento Cívico Talca. Fallecida 19 de junio 1930, sepultada en la cripta de la catedral de San Bernardo. Falleció como indigente sola y abandonada por el Ejército y por Chile, como muchas de nuestras heroínas.[6]
Al estallar la Guerra del Pacífico Doña Juana, se enroló en el Regimiento Talca en la tercera compañía de la primera división. Junto a su hermano José. Pelearon juntos en las Batallas de Chorrillos y Miraflores. Donde sobreviven y le dan sus reactivas medalla de la campañas que participaron donde se llenaron de gloria.
Existen notas respecto de que fue amparada por el Club Talca, institución fundada en 1868, pero debido al desamparo en que vivió sus últimos días, en la total indigencia, para muchos expertos y estudiosos, esto nunca se realizó.
2010 Su cuerpo trasladado a la Catedral de San Bernardo
6 de septiembre de 2010: El Obispado de San Bernardo rindió homenaje a sus héroes. Un día histórico e inolvidable se vivió en la comuna San Bernardo, con todos los honores fueron trasladados los restos del fundador de la ciudad y de 7 veteranos de la Guerra del Pacífico, entre ellos el de la cantinera Juana Alcaíno Ibarra, a la Cripta de la Catedral de San Bernardo.
Los héroes de la Guerra del Pacífico, arribaron en procesión desde el Cementerio Parroquial de dicha comuna, trasladados en una cureña tirada por ocho caballos del Ejército de Chile, para luego ser depositados en la Cripta de la Catedral de San Bernardo.
Las urnas contenían los restos de Don Domingo Eyzaguirre y Arechavala, fundador de la ciudad de San Bernardo y de los veteranos de la Guerra del Pacífico: cantinera Juana Alcaíno Ibarra, Coronel José Francisco Vargas Grosse; Mayor Ismael Soto Isla; subteniente Joaquín Barrientos Contreras; Vice Sargento 1º Juan Bautista Durán Durán; Cabo 2º José Luis Jeldres González y el Soldado José Eufrasio González López.
Los féretros recorrieron por más de una hora las principales arterias de la comuna, fueron homenajeados por toda la comunidad sambernardina, quienes con aplausos y banderas chilenas los despidieron.
En el frontis de la Ilustre Municipalidad, una Compañía compuesta por las ramas del Ejército de Chile, Fuerza Aérea y Carabineros, le rindieron los honores militares.
Luego, en las afueras de la Iglesia Catedral, el Obispo de San Bernardo rezó un respondo por el eterno descanso de sus almas. Y se le entregó la bandera de Chile a cada representante de la familia.
Al compás del séptimo de línea ingresaron los féretros hasta la cripta, momento de emoción para todos los asistentes. Luego, Monseñor Juan Ignacio esparció sobre las urnas Tierra Santa traída desde Jerusalén y agua bendita del Río Jordán.[7]
María Quiteria Ramírez Reyes
Cantinera María Quiteria Ramírez apodada "María la Grande". Nació en Illapel en 1850 y se enroló como la primera cantinera del Regimiento 2.º de Línea. Bajo las órdenes de Eleuterio Ramírez, participó en la Batalla de Tarapacá, donde fue capturada y luego conducida a Arica junto al ejército en retirada. Tras la Batalla de Arica, recuperó su libertad y se reincorporó a su regimiento. Se batió en la batalla de Chorrillos. (Leer carta enviada por María Quiteria al General pidiendo ayuda)
María la Grande: Remembranzas de una cantinera
Corría el año 1879 y ya el Ejército chileno se encontraba ocupando territorio enemigo. Las noticias de la muerte de Prat y sus hombres aún palpitaba en los corazones de todos los chilenos, cuya acción heroica motivó a que cientos de compatriotas acudieran a los cuarteles o al mismo muelle de Valparaíso a enrolarse en las filas del Ejército o la Armada, incluyendo a niños y mujeres.
Antofagasta se había establecido como centro de operaciones del Ejército del Norte, y allí desembarcaban los nuevos soldados llenos de patriotismo y ansiosos por defender el nombre de Chile. Pero los barcos no sólo transportaron a hombres y niños: parte de esa tripulación estuvo integrada por mujeres que fueron llamadas cantineras o vivanderas y que prestaron servicios ayudando con los heridos en los regimientos y batallones.
Una de esas tantas cantineras era yo. Si bien nací en Illapel, en cuanto supe que el Ejército necesitaba costureras para hacer quepíes, me dirigí hasta Antofagasta. La guerra ya había cobrado cientos de víctimas a pesar de que sólo habían pasado nueve meses desde su inicio, por lo que era necesario ir en ayuda de nuestros soldados. Llevaba tan solo una maleta pequeña con algunas prendas de vestir, hilos, agujas, tijeras, pero mi corazón albergaba una gran virtud: la del patriotismo.
Al desembarcar en aquel árido puerto pude apreciar que la guerra no tiene aspectos generosos. Mientras numerosos hombres y mujeres se incorporaban al conflicto, otros regresaban a Chile heridos, sin algunas partes de su cuerpo, o algunos en cajones transportados por sus propios camaradas. Aquella escena lúgubre me conmovió completamente y estremeció mi cuerpo, pero no amilanó mis ganas de ingresar a algún regimiento.
Al principio me instalé en una pequeña casa donde las tropas chilenas enviaban sus uniformes para remendarlos y arreglarlos. Dentro de todo ese quehacer militar conocí a Irene Morales, una viuda de tan sólo 14 años que era cantinera del 3º de Línea ¡Era tan sólo una niña! Ahí me contó de sus aventuras en Antofagasta y de cómo la descubrieron a pesar de haberse cortado el pelo y tratar de tener modales masculinos. ¡Qué manera de reírnos con Irene! Que importante sonreírle a la vida en aquellos momentos donde el dolor y la aflicción era pan de cada día. Aunque no siempre estábamos en el mismo lugar, nos transformamos en grandes amigas.
Por ese entonces conocí también al teniente coronel Eleuterio Ramírez Molina, comandante del regimiento 2º de Línea. Era un hombre muy educado e ilustrado, incluso me comentó lo feliz que estaba de ser abuelo y, más encima, padrino de su nietecita. Conversé con él varias veces y le manifesté mis ganas de ser parte del Ejército a lo que él respondió: “María, ya eres del Ejército de Chile ¿pero quieres ser parte de mi regimiento?”. La verdad no sé que cara puse en ese momento, reaccionado únicamente cuando clavé una aguja en mi dedo. “Por supuesto que sí, comandante” respondí, y a partir de ese entonces ya estaba en las filas del 2º de Línea.
Tomé mi maleta y me fui con él hasta el campamento. Algunos estaban en instrucción, otros limpiando los fusiles, unos pocos reían quizás por alguna anécdota…se veía todo tan tranquilo, tan distinto a lo que presencié en el muelle. Cuando pasé con el comandante Ramírez me sentí muy observada, y empecé a mirar hacia el frente porque los nervios comenzaron a apoderarse de mí. Nos detuvimos para acercarnos a un joven de barba que llevaba charreteras similares a la del comandante Ramírez, quien le dijo: “Bartolomé, ella es María, nuestra cantinera”. “Bienvenida a este glorioso regimiento” contestó, mientras extendía su mano para saludarme y yo respondía tímidamente. Era el teniente coronel Bartolomé Vivar, segundo comandante. Fui presentada al resto de las tropas, me hicieron entrega de una chaqueta para que la arreglara y pudiera usarla como parte de este regimiento.
Rápidamente, tuve que aprender términos militares, por ejemplo, que la chaqueta se llamaba guerrera, que el gorro era kepí, que la corneta era clarín y que también se entregaban órdenes con ella, que el yatagán no era espada, entre tantas otras cosas que fui aprendiendo en pocos días.
Marchamos hacia Pisagua, puerto que por ese entonces era peruano. Mientras los barcos llegaban a la costa, las balas provocaron heridas y muerte a su paso. Este desembarco fue una gran acción de guerra que permitió tomar el lugar, pero fue mi prueba de fuego al tener que ir entregando auxilio a los heridos, pero también debí pasar por el lado de los que ofrendaban su vida por la Patria. Lo que me tocó vivir allí no fue ni la cuarta parte de lo que viviría en la quebrada de Tarapacá unas semanas después.
De Pisagua pasamos a San Francisco donde se dio la batalla que también es conocida como Dolores. Posterior a eso, continuamos avanzando para adentrarnos en la localidad de Tarapacá donde un sol abrazador menguaba nuestras fuerzas, pudiendo reponernos con un poco de alimento, agua y descanso.
Esa aparente calma se transformaría en un verdadero holocausto aquel 27 de noviembre de 1879 cuando tropas del Ejército peruano se enfrentaron a las tropas chilenas, y mi querido 2º de línea se vio notoriamente diezmado en dicha quebrada.
Vamos al matadero
En el trayecto se habían unido más cantineras al regimiento: Leonor Solar, María “La chica” (como la apodaron), Susana Montenegro, Manuela Peña, Rosa González. La gran mayoría de ellas eran costureras, amábamos al país, pero todas tuvieron un motivo diferente para ingresar a la guerra, desde aquellas que siguieron a algún amor, las que albergaban un sentimiento patriótico, las que tenían a su hijo como tambor del regimiento…las conversaciones al final de una marcha nos ayudaron a conocernos más y a sentir a esta unidad como una verdadera familia militar que nos albergó sin mayores contratiempos.
La marcha por el desierto se hacía cada vez más agotadora. Ese sol imponente de día, y el frio de noche, a veces causaron estragos en las tropas, porque si uno se refriaba, contagiaba al otro, y así las compañías completas estaban enfermas, lo que conllevaba un retraso en las marchas y en desigualdad física con el enemigo. Los días a veces se hicieron eternos, pero las charlas de María la Chica, o los retos de Manuela a su hijo Nicolás alegraron el trayecto….no me di ni cuenta cuando ya era 27 de noviembre, a menos de un mes de navidad y lejos, muy lejos de casa.
La columna en donde estuvo nuestro regimiento ya se encontraba en Tarapacá. Un silencio estremecedor nos dio la bienvenida lo que no fue una buena señal. Mi comandante Ramírez iba a la cabeza, cabalgando junto a otros oficiales que apenas se distinguían a lo lejos. Nuestra marcha iba lenta, pero atenta a cualquier movimiento extraño que pudiera afectar el recorrido.
De pronto, a lo lejos, se escucharon disparos; minutos después, vimos a mi comandante Ramírez cabalgando hacia nosotros para decirnos que nuestros camaradas ya se encontraban en combate. Había que tomar las posiciones y buscar un lugar que pudiera ser utilizado como enfermería.
Nos movilizamos rápidamente y encontramos un rancho abandonado donde podíamos llevar a los heridos. La batalla se hacía eterna, e incluso en un momento pensamos en una tregua al ver la retirada de los peruanos, ocasión en que aprovechamos de bajar a la quebrada a tomar agua para tratar de reponernos.
Creímos que el enfrentamiento ya había terminado. Nos equivocamos por completo: estábamos en una apacible calma cuando ruidos de caballos y fusil nos sorprendieron. “¡Volvieron los peruanos!”-gritó el soldado González, mientras trataba de colocarse sus botas que se las había sacado para que sus pies descansaran, pero no alcanzó a ponerse la del pie izquierdo ya que una bala le atravesó el corazón falleciendo en el instante.
Por un momento reinó la desorganización, pero la experiencia de mi comandante Ramírez permitió ordenar el ataque y la defensa, provocando el retroceso de las tropas peruanas no sin antes recibir algunos impactos en su mano, pierna y brazo. El cirujano Juan Kidd se batía con la muerte cada que vez que ingresaba a rescatar un herido en medio de esa verdadera masacre, trayendo a mi comandante Ramírez para que le vendáramos el brazo. Admiré la valentía de nuestro líder, que no dejaba de alentar a los hombres bajo su mando, disparando con su revólver y realizando tiros certeros contra el enemigo, regresando al combate una vez que fue vendado.
Los heridos seguían llegando, algunos ya agónicos ingresaron a nuestra improvisada enfermería dando su último suspiro en brazos de alguna cantinera. En medio de aquella jornada tan agitada me di cuenta que María la chica no estaba con nosotros: Rosa y Leonor no sabían dónde estaba, pero el apremio del momento no nos permitió buscarla.
Ya no había más que hacer. Los soldados peruanos, apenas caía un chileno, lo despojaban del capote, botas y cantimplora (Paz Soldán, 1979). A lo lejos de pronto observé la estrella del estandarte que arremetía con todas sus fuerzas en medio de las tropas chilenas, aunque de un momento a otro ya no lo vi más. A mi comandante Ramírez lo volvieron a traer, pero esta vez ya venía muy mal y casi desfallecido, pero con su revólver aún empuñado y tratando de dar en el blanco. “¡No se rindan muchachos!”- gritó con las fuerzas que le quedaban…en ese instante ingresó un oficial peruano con algunos de sus hombres, tomó el revólver de mi comandante y le dio un tiro en la cabeza. “¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!” Se escuchó al unísono por parte de las cantineras, tratando de aguantar el llanto, pero las lágrimas no las pudimos controlar: habían dado muerte a nuestro comandante, a nuestro líder, a nuestro amigo. Lo tomé en mis brazos para sacarlo de ese lugar, pero unos soldados peruanos me obligaron a salir a la fuerza, mientras lloraba por dejar a mis 68 heridos abandonados y a mi querido comandante fallecido. En los instantes en que me llevaban detenida de aquel rancho, los peruanos le prendieron fuego. Intenté devolverme y rescatar a Rosa y Leonor de allí, pero el techo sucumbió ante las llamas derribándose a los pocos minutos. ¡Morían quemadas frente a mis ojos! Un soldado me agarró del pelo para que no me arrancara a rescatarlas diciéndome que era prisionera; mis fuerzas comenzaron a flaquear al punto de casi caer desfallecida. “¡María!”-escuché en medio de aquella oscuridad: era el sargento Necochea, quien me abrazó y susurró al oído que no me preocupara, que nos íbamos a escapar.
Comenzamos a caminar entre los restos de nuestros amigos y hermanos. Allí encontré a María la chica, tendida, con su cabeza ensangrentada, fallecida con un apósito en su mano al lado del cuerpo inerte del capitán Garfias. ¡Murió tratando de auxiliarlo! Saqué el pañuelo que tenía en mi cuello, y le pedí al oficial peruano que me dejara cubrir su joven rostro. Ya no daba más de dolor, pero no físico, sino que un profundo dolor del alma.
Prisionera de guerra
Al término de la batalla fuimos recluidos en una casa en Tarapacá sin agua ni alimentos, extenuados por el combate y vigilados sigilosamente por un par de centinelas. Yo no podía dejar de llorar: aquellas escenas de muerte y desesperación por tratar de ayudar a salir de las llamas volvían a mí a cada momento. ¡No pude hacer nada! Ahí me enteré, por el soldado San Martín, que nuestro estandarte fue llevado por el enemigo, que el subteniente Barahona falleció defendiéndolo, no sin antes cortarle los dedos con yatagán para lograr arrebatarle tan emblemática insignia. ¡Cómo lloraba ese soldado por el estandarte perdido! Sus lágrimas no fueron indiferentes para el resto, y la emoción inundó aquella habitación cuando el sargento Necochea vio, por una pequeña ventana, a nuestro emblema doblado y colgado en la sala contigua mientras las tropas enemigas reían y celebraban el triunfo en aquella quebrada.
De pronto ingresó al cuarto donde estábamos un jefe de una ambulancia peruana que preguntó por mí, lo cual me resultó bastante extraño pero me dijo: “nada te va a pasar acá, María ‘La Grande’, tu fama de valiente ya se extendió por todo nuestro Ejército”. Después de decir eso me entregó una bolsa de maíz tostado, pan, agua, lo que repartí entre los chilenos que estábamos en esa pequeña habitación, que no sólo eran del 2º de línea, sino que también habían del Chacabuco, Zapadores y la Artillería de Marina.
Todos estábamos muy afectados, con rabia, impotencia…Pensé que nos quedaríamos allí hasta la mañana siguiente, pero el general Buendía ordenó, en la medianoche del mismo 27, que iniciáramos la retirada del lugar por temor a nuevos ataques chilenos.
Iniciamos una marcha extensa hacia Arica donde nos aquejó la sed, la falta de víveres y la incertidumbre sobre cuál sería nuestro final. Caminamos en la madrugada a Pachica, lugar donde fuimos colocados en una especie de corral a la intemperie. El calor y la fatiga hacían estragos en nuestro cuerpo, y recién en horas de la tarde nos dieron de comer frijoles, mientras el agua que usaron para cocinar la dieron para beber. Llevábamos más de un día sin dormir, pero cuando intentábamos hacerlo, comenzábamos otra vez la marcha por quebradas y senderos sin descanso. Me ofrecieron ir en mula, pero les dije, bastante indignada, que no me iba a subir en ese animal sin una montura apropiada para mí. La verdad que no fue arrogancia, sino que no podía continuar arriba de un animal si mis camaradas iban a pie.
La siguiente parada fue Mocha donde estuvimos por dos días, aprovechando de comer y descansar, ocasión que aprovechó el general Buendía para interrogar a algunos de nuestros soldados y así saber si conocíamos los planes del resto del Ejército chileno.
El resto de la travesía fue bastante duro, no tan solo para los chilenos, sino que también para los peruanos, quienes incluso ofrecían soles por galletas en los pueblos por donde pasábamos.
A pesar de las penurias que estábamos viviendo, y nuestra situación de prisioneros de guerra, algunos soldados chilenos hicieron de las suyas con los peruanos mientras preparaban ranchos, lanzándole piedras a las ollas y rompiéndolas provocando el enojo del enemigo, aunque nunca pudieron sorprender al que tenía tan buena puntería. En una oportunidad, el sargento Necochea, junto a los soldados Marín y San Martín, intentaron robar el estandarte pero fueron detenidos y castigados. Pocos días después de aquel incidente, los tres lograban escapar fugándose por la quebrada.
Fueron 19 días de penosa marcha hacia Arica. Allí me liberaron argumentando que me trajeron hasta esta ciudad para protegerme de los vejámenes que pudieron cometer conmigo las tropas o los dispersos. Mi estadía en la ciudad no fue muy agradable, no por el trato que me dieron, sino porque me vi afectada de algunos problemas leves de salud, pero quería volver a la guerra con mi regimiento.
Cuando supe que las tropas chilenas estaban en Arica, me dirigí con el Coronel Estanislao del Canto, quien ahora estaba al mando del 2º de Línea. “María, estás viva”-escuché entre las tropas: era el sargento Justo Urrutia, a quien abracé fuertemente mientras estallé en llanto al ver algunos camaradas sobrevivientes de aquella batalla. “Qué lindo reencontrarme con mi familia perdida”- le dije, mientras el coronel Del Canto observaba y se emocionaba con dicho encuentro.
“Bueno, entonces eres bienvenida María la grande, tu heroísmo y bravura se ha difundido por todo el desierto”- me dijo, y rápidamente me incorporé a las labores que había dejado estancadas por mi prisión. Solicité una guerrera vieja que me dieran y comencé a remendarla para poder usarla, porque la otra que tenía quedó manchada con sangre y muy deteriorada con la marcha que hicimos a pie desde Tarapacá hasta Arica. Pero mi regimiento me tenía una sorpresa: días antes de embarcarnos hacia Pisco tuvimos que formar con mi coronel Del Canto para darnos algunas instrucciones. Me pidió que me acercara porque tenía algo para mí, solicitando a un cabo que me entregara un paquete envuelto en papel de periódico, mientras yo caminaba sorprendida. “Ábrelo María”. Tomé el paquete y, al mismo tiempo que lo empiezo a abrir, la emoción me embargó por completo: ¡era un uniforme nuevo de cantinera! ¡No lo podía creer! “Las tropas del 2º de Línea te lo regalan, María. Te lo mereces”- me dijo mi coronel, mientras yo abrazaba aquella guerrera y falda de terciopelo azul, con un gran número 2 en los brazos. Me di vuelta hacia donde estaba la formación y les dije: “Gracias, ustedes son mi familia”.
En los días siguientes, partí con mi nuevo uniforme hacia Pisco y después por tierra hasta el valle de Lurín, localidad en donde pude presenciar una bella ceremonia: la devolución del estandarte a mi regimiento. Formamos bastante temprano, a eso de las nueve de la mañana frente al Cuartel General. Escuchamos una misa de campaña, ocasión en que el padre Esteban Vivanco bendijo nuestra insigne bandera diciéndonos:
(…) vais a recibir por segunda vez vuestro querido estandarte: las bendiciones del cielo han caído sobre él…Ramírez, Vivar y toda su pléyade de bravos que perdieron gloriosamente bajo la sombra de esta insignia, contemplarán vuestra actitud desde la mansión sublime de la inmortalidad. [8]
Al término de sus palabras mi coronel Del Canto recibió de vuelta nuestro estandarte y volteando hacia nuestra formación nos preguntó si prometíamos defender esta insignia sagrada, a lo que al unísono respondimos “¡SI, Viva Chile!”, grito que se escuchó hasta en los cerros más cercanos, cuya emoción se apoderó de quienes sobrevivimos en Tarapacá cuando el nuevo abanderado marchó, con lágrimas en sus ojos, frente al regimiento. ¡Cómo no iba a llenar de orgullo al subteniente Filomeno Barahona ser el portaestandarte después de su hermano Telésforo, que dio la vida defendiéndolo! Entre sus escoltas también figuraba el sargento Urrutia, reliquia viviente de aquella épica jornada y que volvía a cumplir tan honrosa misión.
Por un instante miré al cielo saludando en silencio a mi comandante Ramírez, a mis amigas cantineras, y a todos quienes subieron las gradas de la inmortalidad al dar su vida por las glorias de Chile en aquella quebrada de Tarapacá. Estoy segura que desde lo alto nos estaban viendo y se emocionaron con nosotros al ver que el estandarte volvía a nuestro regimiento.
Después de algunos discursos, nos retiramos al son del Himno de Yungay con el fin de prepararnos para el enfrentamiento que tuvo lugar en Chorrillos y, un día después, en Miraflores. Ambas victorias permitieron que nuestro Ejército llegara a Lima, pero la verdad que después de llegar hasta la capital peruana no pude continuar sirviendo en el campo de batalla porque mi salud comenzó a quebrantarse mucho más, por lo que tuve que devolverme a Chile.
Con mucha tristeza me despedí con quienes compartí y consideré mi familia por un poco más de dos años. En el viaje de regreso a mi país repasé las conversaciones cuando tomábamos un descanso en las marchas, las escenas de dolor y muerte en las batallas, mi prisión, y tantas otras cosas que marcarán toda mi vida.
Las fatigas y duras jornadas que viví en la guerra afectaron mi salud gravemente cuando una enfermedad al hígado y una fiebre muy alta casi terminan con mi vida si no hubiese sido ayudada por unas almas caritativas. Una vez recuperada, era tiempo de retomar mi antigua vida. Me casé, tuve una hija y me radiqué en Ovalle, pero siempre tuve en mi corazón a aquellas personas que fueron parte de mi vida en la Guerra del Pacífico, y especialmente a mi comandante Ramírez por permitirme ser parte del Ejército y por llevar a mi querido 2º de línea de Tarapacá a la gloria[9].
Carta de María Quiteria Ramírez Reyes
Soy la Cantinera del Regimiento 2º de Línea María Quiteria Ramírez, nací en Illapel, tengo 31 años de edad.
En el mes de Octubre de 1879 me embarqué para Antofagasta y el 14 del mismo mes, después de una entrevista con el valiente Comandante Don Eleuterio Ramírez, fui aceptada y me incorporé como primera Cantinera del Regimiento 2º de Línea. Poco después pasamos a la Toma de Pisagua.
En este lugar el Comandante Ramírez me expresó que tan luego como se pasase revista se determinaría el sueldo que me correspondía por la plaza que ocupaba en el Ejército de Chile, pero la revista no se llevó a efecto porque marchamos inmediatamente al campamento de Dolores. Después de ese Combate mi Regimiento marchó a batir las fuerzas peruana a Tarapacá donde caí prisionera con algunos Soldados del Ejército.
Hice a pie la travesía de Tarapacá a Arica prisionera del General Buendía; la toma de Arica por nuestros valientes soldados me dio la libertad, olvidé mis sufrimientos y volví a incorporarme en mi mismo Regimiento, el 2º de Línea.
Preparada la Expedición a Lima, nos embarcamos para Pisco y de ahí hice la travesía por tierra del Valle de Lurín, me encontré en el Combate de Chorrillos y en la sangrienta jornada de Miraflores entrando enseguida a Lima con el Ejército vencedor.
Regresé a Chile con parte del Ejército el día 14 de marzo de 1881 y mi salud quebrantada por tantas fatigas me puso a las puertas de la muerte después de haber escapado a las balas; una horrible enfermedad del hígado y una fiebre terciana tenaz, habrían dado fin a mi vida si no hubiese hallado la mano caritativa de una comisión que daba auxilio a los heridos y que me atendió generosamente hasta ponerme fuera de peligro.
Vengo ahora señor en solicitud de los sueldos o recompensas en que puedo ser acreedora por los servicios que he prestado en el Ejército y suplico a US. pida informe a los Jefes de mi Regimiento que actualmente están en Santiago mi Coronel Don Miguel Arrate, mi Mayor Sr. Don Pedro Nolasco del Canto.
Quedaré eternamente agradecida de cuanto se haga por mi, viviendo hoy día como vivo en la mayor indigencia.
Es Justicia
María Quiteria Ramírez Reyes
- Colección Ministerio de Guerra del Archivo Nacional de Chile
Filomena Valenzuela Goyenechea
Filomena Valenzuela Goyenechea, apodada por los soldados chilenos como "madrecita", nació en Copiapó en 1848. De familia acomodada, fue esposa del director de la banda del Regimiento Atacama, en el que se enroló. Participó en la Toma de Pisagua y en las Batallas de Dolores, y de Los Ángeles, donde obtuvo el grado de subteniente; Tacna y Miraflores. Al término de la guerra, se radicó en Iquique.
María Flor Cádiz de Rivera (1842-1933)
María Flor Cádiz de Rivera, (☆ Valparaíso 1842-†Talca, 25 de diciembre 1933), Hija de Ramón Cadíz y Carmen, casada con el capitán de Ejército Juan Ramón Rivera Moya, oriundo de Talca y caído en combate como capitán del Buin, en Chorrillos.
Aunque no fue a batalla ni a la guerra, fue nombrada Cantinera ad honorem por la ciudad de Talca. Luego cuando las tropas del "Batallón Talca" volvieron a su ciudad. Fue ella la que tomo la iniciativa, junto a otras señoras de sociedad, de cuidar a los soldados, ayudando en los hospitales, hospicios y hasta en su propia casa. Brindo cariño y parte de su poco dinero en alimentar y pagar por el cuidado de estos veteranos de la guerra. Ella, nunca salió de la ciudad, se transformó en la Florence Nigthingale Talquina. Muchos héroes recibieron la atención de ella y cuidados de ella.
Se dice que la perdida de su marido, el capitán Juan Ramón Rivera Moya fue uno de los mayores dolores de su vida, dolor que trato de sobrellevar ayudando a los bravos guerreros de la Guerra del Pacífico talquinos. Cantinera Chilena y Heroína talquina de la Guerra del Pacífico, en la que participo a los 37 años. Hoy sus restos descansan en un nicho olvidado del Cementerio de Talca, lejos del mausoleo de los veteranos de la Guerra del Pacífico, donde debería estar.
† Su muerte 1933
El Registro civil de Talca anota la defunción de María Flor Cadiz de Rivera en 1933, página 190 registro 1128, debido a una arteriesclorosis avanzada. Los registros indican que dio su último aliento en su casa ubicada en la 2 sur 1064. A su muerte, la ciudad entera estuvo de luto, con las banderas a media hasta, inclusive las del regimiento, por ordenes del propio comandante. Los veteranos de la Guerra del Pacífico encabezados por el Capitán Manuel Fernando Parot Silva, le rindieron un pequeño homenaje, agradeciendo sus desvelos y cuidados.
Hoy, la historia de esta Cantinera Talquina, está olvidada, sus propios coterráneos no saben quién fue y ni siquiera saben que existió. Hoy una fría y olvidada placa que inclusive, tiene su nombre mal escrito en el primer patio del Cementerio de Talca, recuerda a esta heroína y cantinera que dio vida a muchas generaciones de talquinos, salvando la vida de los ancestros guerreros de los que hoy caminan por la ciudad de Talca.
Epitafio
"A LA NOBLE Y HEROICA ACTITUD DURANTE LA GUERRA DE 1879"
Ella debería estar descansando sus restos en el mausoleo de los veteranos de la Guerra del Pacífico en el cementerio de Talca, y no perdida en un patio, lejos de sus queridos veteranos"
Dolores Rodríguez
Dolores Rodríguez era esposa de uno de los soldados que se batieron en Tarapacá, a quien acompañó. Al quedar viuda, empuñó el fusil y luchó hasta caer herida. Cantinera de los Zapadores, oriunda de Caleu, era esposa de uno de los soldados que participo en la batalla de Tarapaca, acompañándolo a la guerra, al quedar viuda tomo el fusil y lucho hasta quedar herida en una pierna, rompió una de sus enaguas para poder vendarse con sus propias manos, siendo esta una de las más resistentes en la marcha hasta llegar a Agua Santa. Se le concede el grado de Sargento por su valentía y arrojo.
Rosa González
Rosa González era costurera, como muchas de ellas.
María Rojas Moya
María Rojas Moya perteneció al Regimiento 4.º de Línea del Ejército de Chile, y participo en diferentes campañas del conflicto armado entre Chile, Bolivia y Perú. Hoy sus restos descansan en el Cementerio General de Pisagua.
En 1879 María Rojas, se enlista voluntariamente en el Ejército de Chile, pasando a pertenecer al 4.º de Línea. Lo increíble de su historia, es que se enlista haciéndose pasar por hombre, con el nombre de Pedro María Rojas, ya que no se aceptaban mujeres. Ese mismo día su amiga Carmen Herrera, también se enlistó, haciéndose pasar por hombre como José del Carmen Herrera. Al parecer nuestras valientes, se habían puesto de acuerdo y asi lo hicieron, pasando a formar parte de los valientes chilenos de la Guerra del Pacífico.
Ambas demostraron ser temibles soldados en batalla, participando en las acciones de Pisagua, San Francisco, Tacna, Arica, Chorrillos y Miraflores, por supuesto que con uniforme de soldado y no femenino.
Según la historia, María Rojas tuvo una vida tranquila, a diferencia de otras cantineras chilenas. A los 61 años de vida, tenía la necesidad de recibir una pensión digna para sobrellevar sus últimos años, la llevó a que escribiera al Ejército, solicitando su pensión. Debido a esto, el ejército en 1924 abrió un sumario, para confirmar su participación en la guerra y poder recibir la pensión como veterana. Era analfabeta, por lo que debió recurrir a varios compañeros para que testificaran a su favor ante las autoridades que llevarían su caso. Los años pasan y Enrique Philips, Crnl. (R) escribe en El Mercurio el 25 de agosto de 1930, contando sobre la situación de María Rojas Moya[10].
2020 Su tumba fue descubierta
Los restos de nuestra valiente María Rojas Moya, descansan en el Cementerio de Pisagua. Su tumba fue encontrada en el campo santo de Pisagua por el trabajador Miguel Riquelme Silva, quien se encarga de verificar los medidores de consumo de energía eléctrica en los sectores rurales de Tarapacá y es amante de la historia de Chile, por lo que el destino y su vocación de historiador, lo llevaron a realizar este importante descubrimiento el 2020.
Con la asesoría del Departamento Cultural Histórico y de Extensión de Ejército y la colaboración del historiador e investigador de la Guerra del Pacífico, Mauricio Pelayo, se pudo constatar la identidad de la tumba de la veterana, quien figuraba en los registros del Regimiento 4.º de Línea del Ejército de Chile, con participación en diferentes campañas la Guerra del Pacífico.
La Agrupación Histórica Patrimonial TCL Adolfo Holley de Antofagasta, que desde 2017 se encarga de recopilar antecedentes y relatar la historia de la Guerra del Pacífico, se encargó de la restauración del sepulcro de la Cantinera, el que fue protegido desde el 2 de noviembre de 2020, día en el que fueron a conocer la tumba y a rendir honores a la guerrera chilena.
Desde ese día en adelante, el enfermero del Ejército de Chile, Suboficial Cristian Aravena Godoy, y que además pertenece a esta agrupación histórica, acude semanalmente a supervisar el estado de la tumba de la veterana, corroborando su estado y manteniendo la limpieza del sitio histórico.
Honores
28 de junio de 2021: La Agrupación Histórica Patrimonial TCL Adolfo Holley de Antofagasta y VI División del Ejército de Chile, homenajearon a mujer que formó parte del histórico 4.º de Línea. Un solemne y emotivo homenaje que incluyó una representación histórica del soldado de la VI División de Ejército, fue el que se realizó en el Cementerio General de Pisagua a María Rojas Moya, última Cantinera del Ejército de Chile encontrada en el presente siglo y que participó en la Guerra del Pacífico.
La ceremonia, que contó con la presencia de autoridades civiles, militares y de Carabineros, además de agrupaciones sociales de Pisagua y la “Coronela” de la unidad histórica “Rancagua”, se efectuó este domingo 27 de junio, momento en el que al sonar del “Toque de Silencio” del Corneta de la Banda Instrumental de la VI División de Ejército, se descubrió la nueva lápida con que se protegió el sepulcro de la Cantinera[11].
Clara Casados y Eloísa Poppe
El sacrificio de Clara Casados y Eloísa Poppe, en el combate de la Concepción, puesto que: “llovían las balas, y esas patriotas mujeres, sin temor ninguno, confortaban, curaban y ayudaban a bien morir a los que, la mala suerte enviaba a pasar la última revista; y sin espera galardón, ni premio alguno, cumplían estrictamente con su deber.
Estas camaradas cumplieron con su misión.
Mercedes Debía
Se enrolo en el Batallón Movilizado Bulnes y peleo bravamente en Dolores, Pisagua, Los Ángeles, Tacna, Arica, Chorrillos y Miraflores.
Rosa Ramírez y Leonor Solar
Leonor Solar fue apodada "La Leona". Esta cantinera estaba casada con sargento del 2º de Linea a quien acompaño como inseparable compañera en la guerra, sus camaradas la bautizaron la "Leona", su marido fallece en la batalla de Tarapaca y ella muere asesinada, violada, quemada y destazada por los asquerosos peruanos en la misma batalla, junto a su compañera Rosa Ramírez.
Los hechos y vejámenes hacia nuestras Cantineras por los peruanos.
27 de noviembre de 1879: Durante la Batalla de Tarapacá, el comandante Eleuterio Ramírez fue herido en un brazo, por ello se refugió en una construcción inmediata al lugar donde se encontraban las dos cantineras del 2° de Línea quienes "le curaron y en ese lugar infame fueron quemadas" [12]; "cuando cumplían abnegada y caritativa misión la Leonor González y la Juana Soto vivanderas del movilizado Chacabuco” [13]
Dentro de los documentos oficiales de Pascual Ahumada Moreno, en unas correspondencias de carácter oficial, se detalla lo siguiente:
“…Al ver caer a su jefe, los soldados del 2°, que antes lo amaban como a un padre i lo adoraban ahora como a un héroe, acudieron en tropel a socorrerlo derramando abundantes lágrimas. No fueron las últimas las tres valientes mujeres que servían de cantineras en el regimiento, una de las cuales ya en las pantorrillas una leve herida; pero el comandante, viendo el peligro que allí corrían los suyos, les ordenó con voz entera que se retiraran a la casita i o dejaran allí, teniendo que reiterar varias veces aquella orden…” [14]
En la misma correspondencia de la batalla de Tarapacá, se afirma que ambas permanecieron junto al cadáver de Ramírez en una casa que "estaba convertida en un hacinamiento confuso de muertos i heridos. Entre los heridos que no podían moverse se encontraban 2 de las cantineras del 2°, que no se habían separado un momento de las filas de su regimiento i que prestaron durante todo el combate los más útiles servicios. Ellas arrastraban hacia la casita a los heridos en medio de la granizada de balas enemigas, registraban las cartucheras de los muertos para proveer de municiones a los vivos, i se multiplicaban por todas partes para vendar a la ligera a los heridos. Al asaltar en tropel la casita, momentos después de la retirada de los nuestros, remataban a palos a los heridos. Las dos mujeres i algunos heridos, animados con la presencia del enemigo i vendiendo caras sus vidas, resistieron aún dentro de la casa, hiriendo a los asaltantes con sus yataganes i defendiéndose, como su jefe, hasta exhalar el último suspiro", [15]
Lucio Venegas criticó ácidamente el comportamiento de los peruanos frente a estas cantineras: "las desgraciadas mujeres que acompañaban al 2° de Línea caen en poder de los soldados peruanos y bárbaramente son mutiladas. Darles la muerte no les era suficiente; necesitaban todavía de un espectáculo que fuera nuevo en la extensa lista de sus crímenes. Con afilado acero les cercenaron sus pechos, y ellas, en medio de tan horrible suplicio, repetían sin cesar el nombre de Dios y el de la patria".
Este autor encontró justificación al cruel accionar de los chilenos después de la batalla de Chorrillos, porque, según él, no hubieran actuado así si no hubiesen estado tan enojados con los peruanos, entre otras cosas, "por haber cortado los pechos a las cantineras del 2° de Línea en Tarapacá". Estos hechos motivaron afanes de venganza en la opinión pública, la que se tradujo en lo escrito en El Barbero: "Se dice que en la batalla de Tarapacá los peruanos han mutilado a algunas cantineras que cayeron entre sus manos. Citase entre otras las del Chacabuco. ¡Que bárbaros! En presencia de actos semejantes, que envenenan todo sentimiento de humanidad, no cabría otra represalia que ordenar que todo peruano sea a su vez mutilado equivalentemente sobre el campo de batalla"...
Lamentablemente esto se repetiría después en otra campaña, donde el 3° de Línea, no dejaría a nadie vivo en el Fuerte Ciudadela de Arica.
En el “Nuevo Ferrocarril”, también publicó la noticia sobre la barbarie ocurrida en Tarapacá:
"Todo lo que pertenecía al 2° de Línea se había convertido en soldado; en medio de la atmósfera de humo que rodeaba a esos hombres de fierro se veía pelear a 2 mujeres, las dos cantineras. Una lluvia de balas penetra el rancho, después de tender a los 2 centinelas. La bandada se acerca y principia a descuartizar aquellos cuerpos muertos. Los dos soldados quedaron literalmente despedazados. La jauría penetró al interior: las cantineras seguían inmóviles. La banda de cobardes se echó con preferencia contra las mujeres y entonces principió una escena sin nombre y sin ejemplo fueron descuartizadas".
Don José Echeverría, jefe del Batallón Bulnes, en la segunda expedición a Tarapacá, en su parte oficial y correspondencia, relataba desde San Francisco el 10 de enero de 1880 lo siguiente:
“… A este parte debo agregar una nota de dolor e indignación, que han compartido oficiales i soldados al contemplar el horrendo cuadro que se presentó a sus ojos en la casa que sirvió de tumba i de martirio al valiente comandante Ramirez i 67 de los nuestros, entre ellos 2 cantineras, inmoladas bárbaramente por el enemigo. De los numerosos datos recojidos resulta que el batallón Arequipa recibió la orden de incendiar aquel sitio, convertido en hospital de sangre, i a la vez que las llamas realizaban su obra de exterminio, los soldados del Arequipa hacían nutrido fuego sobre sus indefensas víctimas, arrastrando con inícuo furor a los heridos que se encontraban cerca para arrojarlos dentro de aquella espantosa hogera humana…”
Posteriormente, en una correspondencia de El Ferrocarril, escrita en Bearnes el 11 de enero de 1880, exponía lo siguiente:
“…Durante nuestra permanencia en Tarapacá i sus cercanías se sepultaron 549 cadáveres, entre peruanos i chilenos, estando aquellos en la proporción de 3 a 1 con los nuestros. Por las cifras siguientes i los cálculos más aproximativos, el número de muertos en el combate de Tarapacá no baja de la enorme suma de 1.400 a 1.500”.
Juana Soto, María "La Chica" y Leonor González
La historia apenas recuerda a las mujeres que formaron parte del Ejército chileno en la Guerra del Pacífico.
- Cantineras Juana Soto, María "La Chica" y Leonor González. Los chilenos no se rindieron.
Esta es la oficialidad del regimiento 2º de linea, que perdió a cerca de la mitad de sus efectivos en la "matanza" de la quebrada de Tarapacá el 27 de noviembre de 1879.
Sin lugar a dudas, luego de es terrible matanza de la que fueron victimas los soldados heridos, moribundos y mujeres, ya sea por el "repase" de los heridos u otras aberraciones, los episodios y encuentros no volvieron a ser los mismos...
Por el lado de nuestras fuerzas Chilenas se hizo general el deseo y clamor de la venganza y desde entonces el corvo fue el mas fiel compañero de algunos soldados
Los soldados heridos fueron repasados por los peruanos y el valiente Eleuterio Ramírez, el verdadero "leon de Tarapaca" murió combatiendo como todo Chileno.
Los soldados que estaban siendo atendidos en las enfermerías improvisadas fueron muertos salvajemente o consumidos por las llamas cuando el enemigo le prendió fuego al lugar donde eran atendidos
Al respecto hay datos como el siguiente:
"Y Eleuterio Ramírez, gallardo, valiente y feroz, a pesar de estar herido, se puso frente a la enfermería disparando contra el enemigo. Cayó como todo un héroe, intentando defender a los heridos y a las mujeres cantineras Juana Soto, María "La Chica" y Leonor González. Los chilenos no se rindieron.
Los cobardes peruanos continuaron con el violento repaso de heridos y prendieron fuego a la construcción donde estaban los heridos, quemándo vivos sin compasión.
Leonor González
Doña Leonor González, cantinera del Regimiento 2º de linea, lucho como fiera en la "matanza" de la Quebrada de Tarapacá el 27 de noviembre de 1879. Durante la Batalla permanecio dentro del recinto donde estaban los heridos chilenos defendiendolos contra los cholos peruanos, permaneció y lucho valerosamente, muriendo calcinada, por el fuego prendido por los indios peruanos.
Rosa Amelia Espinoza
Cantinera Rosa Amelia Espinoza. La ilustraciòn pertenece al dibujante y periodista Don Onofre Dìaz, quien se imaginó a la joven de 21 años por las calles de Santiago integrando las filas del "Bulnes". Diario El Mercurio 20 de abril de 1879: "Ayer a las 6 de la mañana salio el Batallón Bulnes, de su cuartel de San Isidro para dirigirse a la estación. Llevaba a su cabeza la banda de música y la cantinera acompañada por una sirvienta."
Juana López
Nació en Valparaíso en 1845. Junto a su esposo Manuel Saavedra y sus tres hijos, se integró al Ejército de Chile para ir a luchar al norte. Sin embargo, su familia quedó dividida en distintos regimientos. Su esposo y dos de sus hijos mueren en la Batalla de Dolores, mientras que su último hijo muere en la campaña contra el cholo Cáceres y sus montoneras. A pesar de estas pérdidas, se quedó en servicio hasta el final del conflicto. Entró a la capital peruana portando una espada que arrebató a un cholo enemigo. En ella escribió las fechas de las batallas en las que participó (Antofagasta, Pisagua, San Francisco, Tacna, Chorrillos, San Juan, Miraflores), agregando además un breve mensaje.
Vuelve a Chile con esta espada y tres medallas, una por la Campaña de Lima, otra por Huamachuco y una otorgada por la Municipalidad de Valparaíso. La pensión que le asignaron fue de 15 pesos (mientras que la de los hombres se acercaba a los 200 pesos).
Muere víctima de una endocarditis en 1904. Durante agosto de 1910 se realizó un acto en el Cementerio General, donde Juana fue homenajeada y su tumba hermoseada
Esta cantinera nació en Valparaíso en el año de 1845 y falleció en 1904 en Santiago. Cuando estallo la guerra contra Perú y Bolivia, Juana junto a su marido Manuel Saavedra y sus tres hijos varones se enrolo en el 2º Regimiento Movilizado Valparaíso, mientras que su esposo e hijos se ubicaron en otras unidades del ejército.
Su esposo y dos de sus hijos fallecieron en la Batalla de Dolores, y su otro hijo murió en la expedición de Lynch en la campaña contra Cáceres y sus montoneros.
Juana Lopez participo en las acciones de Antofagasta, Pisagua, San Francisco, Tacna, Chorrillos y Miraflores, entro victoriosa a Lima con el ejército vencedor y llevando en su mano una espada de un oficial enemigo.
Esta cantinera perdió a toda su familia en la guerra pero el destino le dio una sorpresa, cinco días antes de la batalla de San Juan, camino a Lima, dio a luz a un hijo.
Volvió a su país cargada de honores y medallas. Recibió una pensión misera de 15 pesos, sus antiguos jefes y compañeros la visitaban para socorrerla para paliar su exigua pensión, que solo le alcanzaba para pagar un arriendo de dos miseros cuartos.
Una hija llamada Ceferina Vargas, la cuido en sus enfermedades hasta la muerte, falleciendo el 26 de enero de 1904 en el Hospital San Vicente de Paúl, llevándola al Cementerio General.
Nadie del ejército se izo presente en su funeral, años después en 1910 se realizó en el Cementerio General un acto patriótico para reparar este olvido e ingratitud.
Reuniendo historias y evidencias de:
Carmen Cabello, Maria "La Chica", Clara Casados, Eloisa Poppe, Rosa González y Juana Soto
Nicanor Molinare escribió "Se podría alguna vez olvidar el sacrificio cruento de las camaradas de la Concepción? ¿Alguno de nosotros dejará de recordar la presencia en Chorrillos de la Clara Casados, de la Eloísa Poppe?. Llovían las balas y esas patriotas mujere, sin temor ninguno, confortaban, curaban y ayudaban a bien morir a los que, la mala suerte enviaba a pasar la última revista".
NN
Pizarra
- *La mujeres Cantineras de la 4ª y 6ª compañía Chacabuco que fueron inmoladas en el Combate de La Concepción junto a los 77 valientes que dieron sus vidas por Chile. Una de ellas, Juana, estaba con su hijo de 5 años y otra estaba embarazada, dando a luz en el fragor de la lucha, todas fueron destrozadas, al igual que los niños, por más de 300 fusileros y 1.500 montoneros armados de lanzas.
27 de noviembre de 2022 Día de La Cantinera chilena
27 de noviembre de 2022: Por primera vez, y en las diferentes ciudades del país, se conmemoró este 27 de noviembre, el “Día Nacional de la Cantinera”, promulgado por el Diario Oficial el pasado mes de julio, para hacer un reconocimiento a las mujeres que apoyaron en los conflictos como la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana y la Guerra del Pacífico, con ayuda humanitaria y sanitaria, y, en algunos casos, combatiendo.
La ceremonia principal se realizó en el Museo Histórico y Militar en Santiago, con la presencia de la Ministra de Defensa, Maya Fernández, acompañada de la Ministra de la Mujer y Equidad de Género, Antonia Orellana y Ministra de Minería, Marcela Hernando, quien como parlamentaria apoyó la labor realizada por Ana Olivares, gestora de la iniciativa para la nueva efeméride nacional.
1891 La Cantinera de la Division Camus
La Marcha de la División Camus: Viajamos en el tiempo hasta 1891, donde la imagen nos muestra a algunos oficiales de la División Camus, en los Andes, antes de llegar a Santiago en 1891. Atrás a la izquierda, apenas se puede ver el rostro de la Cantinera chilena, que acompaño a la división, realizando el tortuoso trayecto más extenso que haya realizado el Ejército chileno. Lamentablemente, a la fecha, no hemos podido averiguar de que Cantinera se trata. Nuestro reconocimiento a la valerosa mujer de la imagen, guerrera y heroica a la par de cualquier soldado chileno. Dejamos la inquietud a la comunidad de WikicharliE, si es que nos pueden aportar, el nombre de esta tremenda Cantinera chilena.
Se efectúa la marcha más extensa y penosa que una unidad del Ejército de Chile ha efectuado hasta la fecha, entre Calama desde donde sale el 27 de marzo de 1891 hasta arribar al paso de Uspallata el 10 de mayo de 1891. La división de Camus llegó a Santiago el 17 de mayo de 1891, después de atravesar parte de Boli y de Argentina marchando 1.300 kilómetros. Léase: La Marcha de la División Camus
Fuentes y Enlaces de Interés
- Sargento Cantinera Irene Morales
- María Flor Cádiz de Rivera (1842-1933). Cantinera Chilena y Heroína talquina de la guerra del Pacífico.
- Larraín Mira, Paz (2002). La presencia de la mujer chilena en la Guerra del Pacífico (1.ª edición). Santiago: Universidad Gabriela Mistral.
- Paula.cl/Irene-morales-furia-chilena/2010
- CÍRCULO DE DESCENDIENTES DE VETERANOS DE LA GDP
- Tributo a Las Mujeres de Las Fuerzas Armadas de Chile.. The Chileans Ladies in the Armed Forces (video).
- Ejército rinde honores a Cantinera de la Guerra del Pacífico
- ↑ Fuente: segreader.emol/Las mujeres en la Guerra del Pacífico/Paz Larraín Mira
- ↑ Del Canto, Estanislao: Memorias militares del General D. Estanislao del Canto, Imprenta La Tracción, Santiago, 1927, I, 243-247.
- ↑ Márquez-Breton, Edmundo: op. cit., 65-66.
- ↑ Presencia de la Mujer Chilena en la Guerra del Pacìfico. Paz Larraìn Mira
- ↑ Relatoschilegdp/Relatos de Guerra: Soldados de Chile en la Guerra del Pacìfico: LA CARMEN VILCHES
- ↑ Símbolos patrios
- ↑ iglesia/obispado/Héroes de la Guerra del Pacífico
- ↑ Machuca, 1929
- ↑ revistamarina/María la Grande: Remembranzas de una cantinera/María Soledad Orellana
- ↑ Redescubren tumba de cantinera que participó en el Cuarto de Línea
- ↑ Rinden honores a la última Cantinera chilena
- ↑ El Nuevo Ferrocarril
- ↑ Molinare.
- ↑ Pascual A. M., tomo II, pág. 208.
- ↑ Boletín de la Guerra del Pacífico, pág. 493 o Pascual Ahumada M, tomo II, pág. 209.
Léase en WikicharliE
- José Antonio Sobenes Valdebenito Primer buzo táctico y primer comando de la Infantería de Marina de Chile en la Guerra del Pacífico
- Ejército de Chile
- Escuela Militar
- Regimiento Reforzado n.º 11 "Caupolicán"
- Academia Politécnica Militar
- Historia Escuela de Paracaidistas y FFEE de Chile
- Legión de Mérito de Chile
- Batalla de Chorrillos, Parte 1
- La Batalla de Chorrillos, Parte 2
- La Batalla de Chorrillos, Después de la Batalla
- Batalla de Yungay